los veranos en la era pre smartphones

(quiero creer que hay vida más allá de los videos que andan dando vueltas por grupos de whatsapp)

alguna vez tuve decisiete. veinte. veintidos. 

alguna vez me fui de vacaciones con mis amigas en enero. 

alguna vez creí que nos hacíamos las locas. 

alguna vez —en los primeros años del 2000— ser locas era: volvernos nueve en un auto desde el boliche a la casa que alquilábamos; ir a la playa sin dormir y cuando el alcohol seguía en el cuerpo; darle tu teléfono (de línea) a un chico que recién habías conocido; ponerle un balde a una amiga para que no vomitara en el piso y así no tener que limpiar después; comer baurú con coca cola común a las ocho de la mañana; jugar al yo nunca sabiendo que no teníamos nada para ocultar. 

ahora, diez años después, me doy cuenta de que faltaba un largo trecho para que llegaran las locas de verdad.

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para las mujeres que nacimos a principios de los 80, fuimos adolescentes en los 90 y la pasamos bomba cuando empezó el siglo nuevo, irse de vacaciones (en ese tiempo el balneario más de moda era la paloma) era hacer todo lo que no hacíamos en montevideo. tener diez días de independencia. alquilar una casa para cuatro, cinco o seis por el gallito luis. juntarnos a llamar y preguntar cuánto cobraban por día. tomarnos el 522 para ir a pagar la seña a sayago. ver las fotos del lugar en papel. tomarse el bondi en tres curces. caminar desde la terminal con el huevito para escuchar música y los bolsos llenos de papel higiénico, latas y artículos de limpieza. creernos grandes. comer arroz con atún y tomate casi todos los días. limpiar el baño como el evento poco agradable de la estadía. esconder dos mil pesos en la caja de tampones. aprender a usar tampones. ir al antel de la calle principal y llamar a casa desde un teléfono público. aplaudir al atardecer. usar los primeros lentes de sol. tomar vodka con pomelo. escuchar el «hasta luego» de los rodríguez, morir con «no era cierto» de no te va gustar y tener el momento romántico con shakira de pelo negro y diez quilos más en ¿dónde están los ladrones? sacar fotos con cámaras de rollo. saltearse la playa de la mañana sin culpa. pelearse para ver quién subía a la casa a preparar el mate y traía las galletitas. fumar cigarrillos nevada. mirarse en el reflejo del vidrio porque el espejo entero no existía. juntarse con los amigos borrachos para salir todos juntos. que siempre hubiera uno pasado de alcohol que se tuviera que quedar. tomarnos un bondi con una cerveza de litro. correr para llegar antes de la 1.30 al curte y así entrar gratis y tener un trago de arriba. pasarse toda la noche hablando con el pibe que te gustaba. quedar de encontrarte al día siguiente. pedir por favor que vaya al día siguiente. y suplicar para que te llamara al volver a montevideo. no querer volver a montevideo. salvo por esa llamada y por las fotos que había que llevar a revelar. escuchar a silvio rodríguez en el walkman en el viaje de vuelta. mirar las estrellas y pensar qué bajón.    

en esos años, cuando no habíamos llegado a los veinte o recién los habíamos pasado, sabíamos que darte el primer beso a los decisiete, dieciocho, diecinieve  —para muchas— era tarde, pero nos sentíamos orgullosas. y vale la aclaración: tengo amigas muy lindas. yo bajo el promedio.

a veces me pregunto cómo hubiéramos sido si hubiéramos nacido quince años más tarde. cómo hubieran sido nuestros veranos con smartphones, selfies, facebook, levante por tinder y todo demasiado resuelto. quiero creer que hubiéramos sido iguales, pero con más chiches. quiero creer que nos seguiríamos sintiendo orgullosas de cómo éramos y las decisiones que tomábamos. pero más allá de eso, quiero creer que no hay mujer (¿sos mujer a los dieciocho?) en su sano jucio que se sienta orgullosa de que una buena cantidad de hombres de un espectro bastante importante de edad tengan su video en el celular.